martes, 19 de octubre de 2010

Una tarde cualquiera

No tuve dudas y caminé con decisión hacia ti, tú pareciste no sorprenderte aunque de nada me conocías hasta ese momento.
Te habías mordido levemente los labios con dulzura e inocencia, habías jugado con tu pelo mientras hablabas con tus compañeros de banalidades sin prestarles la atención que me dedicabas a mí.
Aún desde una distancia prudente, pude leer el deseo en tus ojos de hoguera que se habían clavado en los míos, de hielo, como antaño, esperando ser agua de un momento a otro.
Me miraste con picardía, como señal imposible de malinterpretar y yo, como antaño, no puedo negar que me estremecí.
Tu seguridad era aplastante, y sin hablar, me planteabas un desafío que deseé como nunca a nadie, como nunca a nada, aún sin saber qué hacías allí.
Avancé apartando a la gente y con paso decidido mientras me relamía en tu busca,  te agarré por la cintura y te besé en los labios prohibidos, delante de toda aquella gente que me tomaron por un loco atrevido, o tal vez por uno de tus tantos amantes.
Todos aquellos ojos incrédulos poco me importaban en ese momento, porque ninguno de ellos me separaba de ti, y tú, que tras responder a mi cálido beso con pasión, me apartaste, te ruborizaste y huiste…; fuiste pasión efímera y deseo eterno en mi sorprendente azar.
Y todo ese recuerdo me rondaba aún en la mente cuando habían pasado años y te vi, cuando y con quien nunca habría podido imaginar cuando ya habías pasado por tu voluntad y no por la mía, a ser parte de mis enterrados recuerdos.
Pensé que cuando alguna vez nos pudiésemos llegar a encontrar, nos íbamos a evitar, que ibas a esquivar las miradas furtivas y tendría que salir corriendo, cuán adolescente que pierde su primer amor sin saber muy bien por qué.
Pero no. Te tuviste que acercar cordial, sonriente, con una calidez tan humana y divina que creció aún más con el brillo de mis ojos y haciendo arder ante mí mis esquemas.
Como siempre, amigo, como nunca, amor. Parecía que había pasado tanto tiempo y a la vez que el reloj estaba luchando por volver hacia el pasado…
No sé si sonreí antes, durante o después de frotarme los ojos, esperando despertar…
Pero no, permanecí de pie, ante ti, hablándote con naturalidad autómata como si el piloto automático del saber estar me hubiese salvado la situación; como si la anestesia de tu presencia se hubiese acomodado en mi mente y mi cuerpo fuese independiente en ese momento.
Y cuando me besaste las mejillas, con dulce y formal gesto de cariño y despedida viendo unos segundos más tarde cómo te alejabas con paso decidido y grácil, como flotando entre los demás, hasta desaparecer por completo entre el gentío.
Temblé y me estremecí, por un momento sentí que perdía el equilibrio, como si el mundo se hubiese hundido a mis pies y yo estuviese a punto de caer al vacío.
Cuando todo hubo pasado, me senté en un banco y di mi merienda a las palomas mientras sólo las veía venir, picar y marcharse entre el aleteo de las demás y puede que, mientras tanto, las identificase conmigo, con todo lo que te di…
Pero eso no lo tengo muy claro porque para cuando caí en la cuenta había casi atardecido y yo continuaba en el mismo banco, pero en mis manos no había ya nada que ofrecer, por lo que las palomas ya se habían ido, se habían alejado de mí como flotando entre los demás, hasta desaparecer, por completo, entre el gentío…

No hay comentarios:

Publicar un comentario